Dibujar a montaña

Nicolas Boldych

 

 

Durante largo tiempo he intentado dibujar la montaña, sin haber obtenido aún resultado satisfactorio.
Esta ahí, frente a mí, maciza y evidente, sombra y al mismo tiempo luz, afilada y plana. El diseño de las crestas que se pierden en la volatilidad de las nubes es la propia esencia de la transparencia. Es por esto, porque la forma de una montaña es más que la propia montaña, con sus respectivos pliegues y salientes, por lo que se deja difícilmente comprender. En general, los minerales no guían el trazo del dibujante: en una peña, en la roca, o incluso en la más pequeña de las piedras hay miles de trayectos posibles entre los cuales la mano del dibujante tendrá una dificil elección. Cuando dibujamos seres vivos, animales o plantas, se trata de un proceso en curso, las hojas quieren caer, el tronco está bien unido a la tierra, la nube tiene su propio objetivo que cambia constantemente.
Con los minerales y las montañas nos encontramos en el pasado, en el archivo del recuerdo. Aflora su historia al mirar los seres secos, sin linfa vital, los viejos fósiles de hace millones de años; y entonces dudamos y nos perdemos en un laberinto de trazos. Frente a la complejidad inescrutable del pasado, donde tantas cosas fueron y aún subsisten en forma de estratos debemos estar a un tiempo en la improvisación y en la meditación.
Cuanto más familiares eran para mí las montañas, más difícil me resultaba darme cuenta. Las conocía por completo, de frente, como barrera, como peñasco repleto de signos, textos atravesados en relieve o en hueco, piedra desnuda o cubierta por abetos, bestias fantásticas, gigantes. Cada una de éstas era un estímulo imponente, una ley que pesaba fuertemente sobre la naturaleza y, al mismo tiempo, la exaltaba convirtiéndola en paisaje heroico.
Otras montañas, otras leyes, otros nombres: Céüze, Sirac, Grand Ferrand, Obiou, Chaillol; cualquiera de éstas está viva, es real, evidente a mi mirada, pero también a la vista de los hombres y mujeres que viven en Champsaur, Valgaudemar, Dévoluy. Pero, ¿de qué modo identificar estas montañas? ¿Por medio de qué signos hacer que sean reconocibles, comprensibles y, sobre todo que tengan un sentido para el <<forastero>>? ¿Cómo dibujar el  Chaillol, esta montaña axial de base redondeada, maciza y solitaria, pero soleada también, rodeada por los Tourond, Petarel, Chaperon? Y Céüze, ¿cómo reproducir este monte que es una especie de Saint Victoire del Gapençais, con una gran pared sobre la cima, con una pendiente que parece una gran nuca orientada de Norte a Sur? El Cèüze, saliendo de Dévoluy, mira hacia la Durance y, también a la Provenza. El Céüze, por su forma casi perfecta, sea de frente o de perfil, debía ser un Dios para las tribus del Vocontii que habitaban en la región, antes de la llegada de los cartógrafos romanos. Pero, ¿cómo reproducir el Cèüze?
Para bien o para mal, en las montañas abundan los pliegues y los salientes, que se alternan creando ondulaciones, se pliegan sobre ellos mismos y a veces desaparecen, aplastados por una fuerza titánica, derrotados ante el avance de otra masa que termina por imponer su ley. Podemos estar tentados de seguir estos pliegues, por fidelidad, o por amor a la complejidad y a los caprichos del tiempo. En vez de dibujar la montaña como un bloque  se capta como un haz de trazos, de vetas y veteados que recuerdan a aquellos de un desfigurado. Es una montaña palpitante que dibujamos como una montaña de cristal, de vidrio.
Es lo que he hecho al tratar de mostrar el macizo de la Chartreuse, es decir, me he refugiado en la complejidad, la delicadeza, el detalle; como si hubiese querido mostrar el trayecto, las intersecciones y las estrategias propias de los trazos de una mano.
No obstante, la montaña no palpita como una mano y no posee la fragilidad de un cristal. Ellas han alcanzado definitivamente la muerte, lo que les vuelve insensibles a cualquier golpe. Ellas bailan como bloques. Son bloques que bailan.
También he dibujado detalles, detalles de la montaña que podrían entenderse perfectamente como cardiogramas cuyo entrecruzarse terminará por definir su forma general. Ésta da una impresión de movimiento, de temblor; es la montaña recortada, la sierra.
Aún así, no es posible sintetizar la montaña en el dinamismo nervioso de un cardiograma, ya que su ritmo es más general, más profundo. No, la montaña no es verdaderamente un cristal, tampoco un desfigurado, ni una mano abierta. Su cima no es sólo la transparencia de la sierra y su base no se limita a una acumulación de signos de origen primitivo: es un bloque que danza. La montaña debería tener dos aspectos: uno apolíneo, constituido por la claridad de la cumbres y del cristal de las combinaciones, y uno dionisiaco, que se confunde con la danza profunda, embriagadora y primitiva que, hace millones de años, fue aquella de la tierra y de la cual quedan el recuerdo y la continuidad. Incluso fijadas, detenidas, continúan moviéndose, bailando; las montañas danzan, al menos los Alpes danzan, y el Cáucaso, l'Elbourz, l'Hindu Kush sin duda, aunque no las hayamos visto bailar. El macizo de Ecrin danza, los bellos engranajes del macizo de Belledonne, de L'Oisans o de Trièves también danzan, en Isère. Es posible que mientras dancen impriman un ritmo general a la superficie terrestre, que sin ellos sería una llanura inerte.
He comenzado a dibujar los ritmos, las ondas que son también cartas. He caligrafiado las montañas, con las mayúsculas -trazos espesos- que sirven para mostrar la silueta general de los montes y mayores alturas, y las minúsculas, signos más tenues que representan su cristal, sus caras. Las mayúsculas son ondulaciones largas que dan un ritmo de unión, mientras que los signos tenues se repiten, según los procesos de aceleración o deceleración: son los signos cortados o ampliados, dentro de una trama, ritmo o danza mayor. Las montañas, igual que la escritura, danzan; recíprocamente el sentido de una frase se ondula, alcanza su punto culminante, se detiene momentáneamente, en espera, antes de emprender su curso. Así, a causa de estos aspectos físicos y caligráficos, la propia escritura se convierte en poesía.
Además de la danza, ¿cuál podría ser la relación entre montañas y escritura?
Diría que el hecho de mostrar y esconder al mismo tiempo. El mundo que está sobre el papel, el mundo de las letras, de la escritura, no es más que la sombra del mundo real, es un mundo de tinta que en sus concatenaciones, a veces perfectas, con sus cadenas de letras, su relieve, hará olvidar el mundo real; el cosmos entra en el tabernáculo de un libro. Igualmente, las montañas dicen y ocultan al mismo tiempo. Los Alpes franceses esconden Turin; el Pièmont, Italia; los Pirineos dicen y ocultan a un tiempo España: sus montañas sólidas, imponentes, antiguas, hablan de la robustez y antigüedad de la Iberia.
Se termina por adorar las montañas por lo que ocultan: un país, una cultura, una civilización, o incluso, y a pesar de todos los medios de comunicación modernos, aquellos lugares que continúan siendo misteriosos: “Die Bergen verbergen”, “lo que las montañas ocultan”, podríamos hacer un juego de palabras en alemán. Suiza, rodeada de montañas es un territorio casi oculto, secreto, caja fuerte y castillo de agua. ¿Qué sería del mito suizo sin las montañas? Un mundo se detiene al pie de una montaña, y otro comienza en el lado opuesto.
Tomemos de nuevo Grenoble, está ciudad rodeada de montañas que, si bien le sirven de pedestal a los rayos del sol, la ocultan del resto del mundo, de modo que da la impresión de estar apartada del mundo. En Grenoble, se lee el resto del mundo en la escritura de las montañas, en su fraseo, la danza de tres cadenas que son tres engranajes cuyos nombres son Chartreuse, Belledone, Vercors.
La Chartreuse es la montaña santa, el Sinaï que se sube como una escalera, como una escala sobre la Bastilla y más allá, en la cual se esconde un desierto extraordinariamente exuberante.  Es también una lengua de piedra que entra en la ciudad, la golpea, la detiene, es la dura ley del norte,  de la Savoya, de la Borgoña, o de Suiza. La cadena de Belledone, al este, es, por el contrario, femenina, recortada, carnal, pagana: es ella la que dice y esconde Italia. Al oeste, Vercors, la montaña pobre y plana, paralela al flujo del Ródano, pero en sentido contrario. La llanura de Vercors remonta hacia el norte. La planicie de Vercors esconde el Ródano y avanza en sentido contrario al de este río donde toma forma y crece hacia el sur. La llanura de Vercors dice y esconde el sur.
Cada montaña tiene su escritura, su danza. Danza pesada, maciza, de los Pirineos, danzas vertiginosas de los Alpes o del Himalaya, movimientos asintóticos de los Dolomitas que son montañas pilares que avanzan en grupo hacia Venecia. Cada cadena de montañas desarrolla un estilo único, en la encrucijada de muchos países y culturas, como los Balcanes, estas montañas conflictivas y siempre en guerra: “vuono”griego contra “mal” albanés, “planina” búlgara contra “gora” serbia...
Partiendo de las montañas alrededor de Grenoble he comenzado ya a escribir estas montañas que en su espíritu forman una cadena continua, una cadena sin fin que suscita, separa o protege las culturas, las civilizaciones, terminando un poco por formar la columna vertebral del mundo, su danza. ¿Qué sería de la tierra sin las montañas?, ¿sería posible el mundo sin ellas?, ¿Existiría un sentido del mundo, puntos de referencia, una geografía, física o religiosa? No existirían estos signos visibles para todos.
Al comienzo, estaba la danza violenta de los bloques que, después, se han convertido en signos que se muestran a los ojos de todos. Al sur, incluso, algunos se han convertido en sierras, en España o América Latina; otras son djebel en el Magreb; las formas, como las palabras que nombran a la montaña, cambian: mons, oros, montagna, munte, mal, gora, cada una de estas palabras corresponde sin duda a una visión cultural, mitológica, religiosa, histórica de lo que es la montaña; dag en turco, Shan en chino, Yama en japonés. Cada sonido debe hablar a su manera de una génesis; gunung, en Indonesia, menez, bretón, vouno griego. Se trata de palabras, sonidos y sentidos bien particulares y, sin duda, intraducibles, ya que la montaña de Noruega entra en el mar incluso a nivel físico y no se corresponde con la montaña asiática tibetana, que a su vez no representa la montaña volcánica del archipiélago que es Indonesia; o porque los Apeninos sirven de columna vertebral de un país, mientras que el Cáucaso separa el mundo de las estepas de Oriente Medio. Su acción, su función no es la misma. Y su nombre tampoco, en consecuencia. De país en país, de continente en continente, las montañas no hacen lo mismo. Hasta en el norte.
Al norte, incluso si hay poco que ocultar y lo humano se hace raro, las montañas aún existen: fjall noruego,islandés e incluso danés. Mägi, estón; vuori, finlandés... Después de las montañas de Grecia o de América, he continuando caligrafiando y pasando por ellas, intentando imaginar su danza ártica que termina o comienza en el mar y se acerca al polo.
Chile, Nueva Zelanda, África, Altai, y otras vendrán, incluso terminarán por formar un gran libro que podría llamarse, sin querer ser pretencioso, “Montañas del Mundo”.

 
 
 
 
© 2006-2009 EcodelleDolomiti